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Yugoslavia (tercera parte): Belgrado, la capital de Serbia

Hay dos curiosidades sobre el viaje a Belgrado que me hacen mucha gracia: la primera, que en la frontera nos pararon e inspeccionaron (mochilas incluidas). Primer aviso de que no íbamos a encontrar muchos turistas por allí (una vez más, éramos los únicos extranjeros en el autobús). La segunda, es que antes de salir de Sarajevo, Eva (la polaca con la que estuvimos) no dejó de sorprenderse de que fuéramos por nuestra cuenta y riesgo a Serbia, donde el alfabeto (cirílico) es totalmente distinto, y decidiéndolo así, de la noche a la mañana. La pobre debió de pensar que estábamos rematadamente locos.

En parte, me doy cuenta de que Eva tenía algo de razón: esa mañana habíamos cogido el autobús a las 6 de la mañana, y como no estábamos seguros de encontrar taxis a esa hora (de hecho, no los encontramos), nos levantamos a las 5 para un cardio en ayunas que dirían mis locas amigas profesoras, y nos fuimos caminando a la estación de autobuses (40 minutillos). Cuento esto porque es necesario para entender el agotamiento que teníamos al llegar a Belgrado.

100 dinares, con la imagen de un sexy Tesla (algo menos de 1€)
Belgrado nos recibió con un calor de justicia, con sus dinares (la moneda serbia, que me resulta tremendamente divertida también) y con algo muy, muy útil para viajar y que echamos de menos en Sarajevo: todo el mundo hablaba inglés. Sin embargo, eso no impidió que la disfrutáramos como lo hacen los locales. Belgrado es una ciudad llena de vida y de ambiente. Hay numerosos lugares con muchísimo encanto para tomar algo, como las riberas de los ríos Danubio y Sava, llenas de carriles bici, bares y cafés flotantes, restaurantes, parques, playas fluviales... O también el centro de la ciudad, la calle Knez Mihailo, o Skadarlija, el barrio bohemio. Y si mi sensación en Bosnia ya había sido increíble, Belgrado sólo hizo que acrecentarla.

A las orillas del río Sava...
Skadarlija, el barrio bohemio
Muchas veces me ha pasado al viajar o vivir en determinados países, que extraño el modo de vida español. La vida en la calle va en mi ADN (y creo que en el de todos los latinos). Me sorprendió muchísimo el carácter balcánico en este sentido. Y mi sensación de poder vivir allí felizmente también.

Recuerdo con muchísima morriña la espectacular puesta del sol sobre la gran fortaleza de Kalemegdan, rodeada de jardines llenos de vida. Añoro las vistas de los ríos Sava y Danubio y la isla que forman entre ellos, y sobre todo extraño la sensación tan placentera de inmiscuirme en la vida de los belgradenses al entrar a uno de sus bares flotantes, a bordo de un barquito tan entrañable como hippiesco.

Kalemegdan...
... y las vistas desde Kalemegdan, de las riberas del Sava y del Danubio
Pero esto no es, ni mucho menos, todo lo que Belgrado ofrece. No solo hay que disfrutar de sus riberas, así como del centro y el barrio bohemio. La ciudad está repleta de palacios, jardines y edificios memorables, entre los que destacan los templos ortodoxos de Crkva Svetog (San Marcos) y Hram Svetog (San Sava), o el Parlamento Serbio.

Crkva Svetog
Y cómo no, uno de los pasatiempos favoritos de los lugareños, además de los ya citados, consiste en visitar el vecino Zemun, un pueblito a escasos km de la gran urbe, al que se puede acceder caminando a orillas del Danubio (digo caminando pero... es una buena caminata de algo más de hora y media) o por el carril bici adyacente (o en transporte urbano, como fue el caso). Se trata de un lugar muy tranquilo, acogedor, agradable y que recuerda a otras épocas. Aunque la razón principal por la cual es visitado es por la torre de Gardos y las vistas de toda la ciudad que ofrece.

Zemun
Nuestra visita a Belgrado está también llena de anécdotas. Desde un joven ultraortodoxo que nos intentó convencer de que la verdadera religión era la ortodoxa, en San Sava, pasando por otro ultranacionalista con el que hablamos a las puertas del parlamento en la investidura del presidente serbio (nacionalista también), hasta una mujer la mar de agradable que nos acompañó a coger el bus para poder llegar al museo de historia de Yugoslavia.

Todas ellas, y todo lo que Belgrado me evoca, me llevaron a la misma conclusión: esta es una gran ciudad para vivir, y para disfrutar. Y, para muestra, un botón: no sólo recibe el calificativo de la "Ibiza del sudeste de Europa" (afortunadamente, sin los precios de Ibiza), sino que además todos los fines de semana llegan bosnios, croatas, húngaros, eslovenos y demás vecinos sólo a disfrutar de su fiesta. Ya lo he dicho, ¿no? Belgrado es una ciudad para vivirla. Aunque sea durante sólo unos días, de visita.

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