Llevaba años queriendo ir a Sarajevo, queriendo conocer Bosnia, deseando adentrarme en las profundidades de un país que, sin saber cómo ni por qué, me atraía enormemente, desde aquel InterRail en 2008 en el que coincidimos con unos españoles que venían de Sarajevo, realmente sorprendidos. Muchas veces me he equivocado en estos ramalazos, y la mayoría de veces los destinos que me atraían me han decepcionado finalmente. Afortunadamente, esto no me pasó en el caso de Bosnia.
Y eso que atravesar la frontera con Croacia es un rollazo de tamaño industrial, sobre todo porque Bosnia tiene un pequeño acceso al mar, en Neum, lo que supone que si te diriges a Sarajevo en autobús, tienes que pasar 3 veces la frontera, con sus consecuentes inspecciones de pasaporte y paradas. Sin embargo, te vas habituando a este ritmo lento balcánico, incluso a sus carreteras estrechas, a recorrer pocos kilómetros en varias horas. Ya habíamos tenido esa sensación en Montenegro (aquí).
En Sarajevo, nos esperaba una polaca simpatiquísima, en una casa más que encantadora, muy cerca del centro (Baščaršija - y no, no se me ha caído nada encima del teclado, se escribe así). Nos fuimos a dar una vuelta por el centro (y a comer el famoso Cévapi) y a impregnarnos del ambiente de Sarajevo. Una ciudad que quizá no sea espectacular en fotos, pero cuya esencia, inmaterial, imposible de retratar, me cautivó desde el primer momento.
Pasamos dos días recorriendo toda la ciudad, de una a otra punta, desde el encantador barrio turco (el del nombre raro) hasta los distintos fuertes que coronas las colinas que se extienden a los lados de la ciudad, pasando por Vijećnica (City Hall), una vez más emblema de la guerra, destruido durante la misma. La historia del City Hall resulta muy explicativa de esa guerra: el edificio, símbolo del imperio austro-húngaro, albergaba la biblioteca nacional. Curiosamente, quien ordenó su destrucción fue un profesor de literatura (serbio). Toda una metáfora. Un rompecabezas más de la complicada situación balcánica.
Por si todo esto no fuera ya bastante, perdiéndonos por empinadas y estrechas calles del barrio de Kovaći, pudimos divisar los cementerios que se extienden por la ciudad. Una imagen que impresiona, como también impresiona el saber que la mayoría de gente que murió durante la guerra fue enterrada en campos de fútbol, en colinas, en jardines... Los testimonios de la gente que vivió la guerra chocan con los de los más jóvenes, totalmente ajenos a una realidad que se les escapa. Pero de eso prefiero hablar otro día.
El tercer día decidimos ir al túnel de la esperanza y al museo de historia de Bosnia (y también comimos Cévapi). Pero aquí las planificaciones sobran, y después de pasar por el mercado y comer otro poco de bistek (algo así como nuestra cecina) por la "face", nos montamos a la carrera en el tranvía. Bien, somos los únicos extranjeros. Aquí parece que el tiempo se ha detenido, y en cierta forma lo hace, no sé si porque tenemos que ir a la otra punta de la ciudad o por el estado del tranvía y la edad de todos sus ocupantes. En ese momento, pienso en lo que me gustaría poder comunicarme con la gente (días atrás hemos podido conversar con gente joven, que habla inglés, pero desgraciadamente no es un hecho muy común, menos aún si nos referimos a mayores de 40 años), preguntar sobre la Yugoslavia de Tito, sobre la guerra, sobre ahora... Pero no puedo. Cuántas historias siento que me pierdo por no poder decir nada más que Hvala (gracias). Aunque ese mismo Hvala me es muy útil cuando, un rato más tarde, y después de estar bajo un sol de justicia esperando al bus que nos llevara de nuevo al tranvía (bus que nunca llegó), un hombre se ofreciera amablemente a llevarnos. También, lo que me gustaría haber podido aburrirle a preguntas... Pero vamos a lo de en medio: el túnel de la esperanza.
El túnel, ahora convertido en museo, fue construido durante el asedio a la ciudad para permitir el paso hacia la zona "libre" controlada por bosnios, por debajo del aeropuerto, el área controlada por la Naciones Unidas. Actualmente, solo se puede visitar su entrada, en el garaje de una casa.
Tras una nueva dosis de realidad, nos dirigimos al museo (después de llenar el buche). Museo que no tenía mucho interés, después de todo lo que ya habíamos visto, leído, oído y analizado sobre la guerra de Bosnia, pero que nos permitió encontrar otra reliquia: el bar de Tito (y se llama así, en serio). Una especie de santuario melancólico de la época yugoslava, que se ha convertido en lugar de reunión de gran parte de los universitarios de la ciudad. Va cayendo la tarde y emprendemos de nuevo camino a la zona vieja. No me quiero despedir de Sarajevo sin otra cena carnívora a base de Cévapi.
Finalmente, cae la noche, suenan las llamadas a la oración de mezquita en mezquita (es Ramadán). Huelen los narguiles (shishas), los lepinja (el maravilloso pan balcánico que me comería en raciones de kilo), se hacen eternas colas para conseguirlo recién horneado. Inevitablemente es la hora de despedirme de Sarajevo. Sí, es cierto, nos espera Belgrado, la capital de la antigua Yugoslavia, que estoy segura de que nos aportará más fichas del complicado puzzle que nunca se agota, el de los Balcanes. Pero, también inevitablemente, mi alma y mi corazón no quieren irse de esta ciudad mágica. Testigo de tantas guerras y de tantos conflictos, testigo de la pacífica y actual vida de sus habitantes, que conviven en armonía pero nunca ya como antes. Sé que volveré, sé que un pedacito de mí se ha quedado en Bosnia y sé también que, aunque seguramente Sarajevo nunca vuelva a ser lo que fue, mantendré siempre la esperanza de que las heridas cicatricen de una forma sana, de que el código de silencio que impera desaparezca, de que no importe si eres musulmán, croata o de origen serbio. La esperanza de que algún día sean más importantes las personas que los intereses.
Y eso que atravesar la frontera con Croacia es un rollazo de tamaño industrial, sobre todo porque Bosnia tiene un pequeño acceso al mar, en Neum, lo que supone que si te diriges a Sarajevo en autobús, tienes que pasar 3 veces la frontera, con sus consecuentes inspecciones de pasaporte y paradas. Sin embargo, te vas habituando a este ritmo lento balcánico, incluso a sus carreteras estrechas, a recorrer pocos kilómetros en varias horas. Ya habíamos tenido esa sensación en Montenegro (aquí).
El caso es que nada más cruzar la frontera con Bosnia (la última) y pese a mi deseo de pasarme el viaje durmiendo, no pude apartar la vista de la ventanilla. En un autobús donde éramos los únicos extranjeros, y que paraba cada 2 horas para descansar, comer o lo que fuera, me sentía en plena salsa.
Y, como ya he dicho, no me equivoqué con Bosnia. Enormes ríos de un azul que parece de mentira, montañas verdes y exuberantes, cañones impresionantes... Y cuando paramos, corderos a la leña. Me sentía en el paraíso. Así pasaron 7 horas.
En Sarajevo, nos esperaba una polaca simpatiquísima, en una casa más que encantadora, muy cerca del centro (Baščaršija - y no, no se me ha caído nada encima del teclado, se escribe así). Nos fuimos a dar una vuelta por el centro (y a comer el famoso Cévapi) y a impregnarnos del ambiente de Sarajevo. Una ciudad que quizá no sea espectacular en fotos, pero cuya esencia, inmaterial, imposible de retratar, me cautivó desde el primer momento.
Pasamos dos días recorriendo toda la ciudad, de una a otra punta, desde el encantador barrio turco (el del nombre raro) hasta los distintos fuertes que coronas las colinas que se extienden a los lados de la ciudad, pasando por Vijećnica (City Hall), una vez más emblema de la guerra, destruido durante la misma. La historia del City Hall resulta muy explicativa de esa guerra: el edificio, símbolo del imperio austro-húngaro, albergaba la biblioteca nacional. Curiosamente, quien ordenó su destrucción fue un profesor de literatura (serbio). Toda una metáfora. Un rompecabezas más de la complicada situación balcánica.
Por si todo esto no fuera ya bastante, perdiéndonos por empinadas y estrechas calles del barrio de Kovaći, pudimos divisar los cementerios que se extienden por la ciudad. Una imagen que impresiona, como también impresiona el saber que la mayoría de gente que murió durante la guerra fue enterrada en campos de fútbol, en colinas, en jardines... Los testimonios de la gente que vivió la guerra chocan con los de los más jóvenes, totalmente ajenos a una realidad que se les escapa. Pero de eso prefiero hablar otro día.
El tercer día decidimos ir al túnel de la esperanza y al museo de historia de Bosnia (y también comimos Cévapi). Pero aquí las planificaciones sobran, y después de pasar por el mercado y comer otro poco de bistek (algo así como nuestra cecina) por la "face", nos montamos a la carrera en el tranvía. Bien, somos los únicos extranjeros. Aquí parece que el tiempo se ha detenido, y en cierta forma lo hace, no sé si porque tenemos que ir a la otra punta de la ciudad o por el estado del tranvía y la edad de todos sus ocupantes. En ese momento, pienso en lo que me gustaría poder comunicarme con la gente (días atrás hemos podido conversar con gente joven, que habla inglés, pero desgraciadamente no es un hecho muy común, menos aún si nos referimos a mayores de 40 años), preguntar sobre la Yugoslavia de Tito, sobre la guerra, sobre ahora... Pero no puedo. Cuántas historias siento que me pierdo por no poder decir nada más que Hvala (gracias). Aunque ese mismo Hvala me es muy útil cuando, un rato más tarde, y después de estar bajo un sol de justicia esperando al bus que nos llevara de nuevo al tranvía (bus que nunca llegó), un hombre se ofreciera amablemente a llevarnos. También, lo que me gustaría haber podido aburrirle a preguntas... Pero vamos a lo de en medio: el túnel de la esperanza.
El túnel, ahora convertido en museo, fue construido durante el asedio a la ciudad para permitir el paso hacia la zona "libre" controlada por bosnios, por debajo del aeropuerto, el área controlada por la Naciones Unidas. Actualmente, solo se puede visitar su entrada, en el garaje de una casa.
Tras una nueva dosis de realidad, nos dirigimos al museo (después de llenar el buche). Museo que no tenía mucho interés, después de todo lo que ya habíamos visto, leído, oído y analizado sobre la guerra de Bosnia, pero que nos permitió encontrar otra reliquia: el bar de Tito (y se llama así, en serio). Una especie de santuario melancólico de la época yugoslava, que se ha convertido en lugar de reunión de gran parte de los universitarios de la ciudad. Va cayendo la tarde y emprendemos de nuevo camino a la zona vieja. No me quiero despedir de Sarajevo sin otra cena carnívora a base de Cévapi.
Finalmente, cae la noche, suenan las llamadas a la oración de mezquita en mezquita (es Ramadán). Huelen los narguiles (shishas), los lepinja (el maravilloso pan balcánico que me comería en raciones de kilo), se hacen eternas colas para conseguirlo recién horneado. Inevitablemente es la hora de despedirme de Sarajevo. Sí, es cierto, nos espera Belgrado, la capital de la antigua Yugoslavia, que estoy segura de que nos aportará más fichas del complicado puzzle que nunca se agota, el de los Balcanes. Pero, también inevitablemente, mi alma y mi corazón no quieren irse de esta ciudad mágica. Testigo de tantas guerras y de tantos conflictos, testigo de la pacífica y actual vida de sus habitantes, que conviven en armonía pero nunca ya como antes. Sé que volveré, sé que un pedacito de mí se ha quedado en Bosnia y sé también que, aunque seguramente Sarajevo nunca vuelva a ser lo que fue, mantendré siempre la esperanza de que las heridas cicatricen de una forma sana, de que el código de silencio que impera desaparezca, de que no importe si eres musulmán, croata o de origen serbio. La esperanza de que algún día sean más importantes las personas que los intereses.
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