No puedo hablar del viaje balcánico sin contar una historia de la que fuimos testigos directos, que nos marcó profundamente. Una historia que tuvo lugar cuando, llegando a Sarajevo de vuelta en el bus desde Belgrado, le pedimos al conductor que nos dejara cerca de la casa donde íbamos a pasar la noche. Después de subir unos 20 minutos por la colina, encontramos la calle, pero... no había señales del número al que teníamos que ir. Del 41, al 45 y sin rastro del ansiado 43 (nuestro destino).
Los bosnios ya me habían demostrado varias veces su carácter afable y amigable, y esta vez no fue una excepción. Preguntamos a unos chicos si podían ayudarnos, y enseguida organizaron una batida, preguntando a todo aquel que se encontraban y enrolándole para la causa. A todo esto, eran más de las 11 de la noche. A todo esto, los reclutadores me proponían llamar por teléfono a la mujer que nos esperaba, cuando por fin, la encontramos.
Lo mejor de todo es que no sabíamos que, aquí en Sarajevo, no hay número ni pisos, sino que en los timbres pone directamente el apellido de la familia. Y, para variar, no sabemos cuál es. Así que nada, a estas horas, toca preguntar. Afortunadamente, solo me abre un hombre, que resulta ser el vecino de puerta de nuestro huésped. Pues ya está todo. Y, lo dicho, nos abre Djenana, nos enseña la habitación, el baño... Y sin saber muy bien cómo ni por qué, estamos en su salón, con su marido, hablando del Barça, de fútbol, de si queremos un café o mejor una cerveza y con una cena típica bosnia en los morros. La conversación inicial sobre nada importante cambia cuando preguntamos por Yugoslavia, y va fluyendo otra que va desde la melancolía por tiempos mejores hasta las inevitables historias de la guerra. Obviamente, los problemas de comunicación nos impiden (y a ellos) expresarnos como queremos.
Nos enseñan una serie de artefactos orgullosamente construidos en Yugoslavia, así como una colección de pines de la misma época. Otra vez, sin darnos ni cuenta, tenemos las manos llenos de ellos. Miro en los ojos de ese hombre, del que no recuerdo el nombre, pero que me produce una ternura infinita. Se le ve curtido por la vida. Sonríe solo al hablar del Barça y definirse a sí mismo como un súper fan. Sus ojos, también infinitamente expresivos, logran transmitirme más que cualquiera de las historias que leí y vi en todos los museos que recorrimos días atrás en Sarajevo. Lo cierto es que su mirada es un túnel de verdad, de su verdad, de su historia.
Siento que le caemos bien, que quiere contarnos algo más, y de repente lo hace. Nos señala su pierna, nos enseña una, luego la otra. Nos dice que hubo bombas, que cayeron bombas en el barrio y que 65 personas fueron heridas. Trata de contarnos cómo le hirieron por todo el cuerpo, cómo tuvieron que operarle. Los cuatro estamos con las lágrimas amenazando con hacer acto de presencia. Y toma el testigo su mujer, para contarnos que a su hermano le mataron con 20 años, y nos señala una foto en la pared. Es inevitable pensar en el sitio de Sarajevo, cuántas familias están rotas como lo está esta.
La conversación se relaja momentáneamente, y Djenana nos dice que su hijo se va a casar, así que le preguntamos. Y la verdad una vez más significa más que las palabras. Su hijo es musulmán, pero en Sarajevo nadie se casa por el rito religioso. Sólo rito civil. Sólo hay rito civil porque para qué crear conflictos como los del pasado y que estalle quién sabe qué guerra.

Al día siguiente, el hombre nos acompaña a tomar el taxi. Nos da un abrazo fuerte y sincero, y nos despedimos de él con una de las experiencias más fuertes que hemos vivido en este país lleno de cicatrices. Pero una vez más, aquí no acaba todo. Llegamos a la estación, sin tener las monedas suficientes para pagarle al taxista. En cuanto sacamos un billete de 50 marcos (25€), nos dice: "Oh, I don't have cash. Next time!" con la mayor de las sonrisas. No doy crédito. Así que recogemos las últimas monedas que tenemos, evitando hacer el simpa, aunque le dejamos a deber algo menos de 50 céntimos de euro (y eso que el viaje costaba poco más de un euro).
En el bus, camino de Mostar, no puedo dejar de pensar en Bosnia. Me ha conquistado, sí. Sus gentes, sus paisajes, su historia... Cada una de las vivencias de todos los supervivientes me ponen los pelos de punta. Conocer a Djenana y su marido ha sido, sin duda, el mayor regalo del viaje. Y deseo con todas mis fuerzas que algún día puedan viajar a Barcelona, puedan ver al Barça, y sobre todo que deje de haber Bosnias y Sirias (solo por mencionar los más conocidos), países que despiertan tantos intereses que no pueden sino ser objetivo de todos. Países donde importa más el trozo de pastel que aquellos que viven en ellos.
Los bosnios ya me habían demostrado varias veces su carácter afable y amigable, y esta vez no fue una excepción. Preguntamos a unos chicos si podían ayudarnos, y enseguida organizaron una batida, preguntando a todo aquel que se encontraban y enrolándole para la causa. A todo esto, eran más de las 11 de la noche. A todo esto, los reclutadores me proponían llamar por teléfono a la mujer que nos esperaba, cuando por fin, la encontramos.
Lo mejor de todo es que no sabíamos que, aquí en Sarajevo, no hay número ni pisos, sino que en los timbres pone directamente el apellido de la familia. Y, para variar, no sabemos cuál es. Así que nada, a estas horas, toca preguntar. Afortunadamente, solo me abre un hombre, que resulta ser el vecino de puerta de nuestro huésped. Pues ya está todo. Y, lo dicho, nos abre Djenana, nos enseña la habitación, el baño... Y sin saber muy bien cómo ni por qué, estamos en su salón, con su marido, hablando del Barça, de fútbol, de si queremos un café o mejor una cerveza y con una cena típica bosnia en los morros. La conversación inicial sobre nada importante cambia cuando preguntamos por Yugoslavia, y va fluyendo otra que va desde la melancolía por tiempos mejores hasta las inevitables historias de la guerra. Obviamente, los problemas de comunicación nos impiden (y a ellos) expresarnos como queremos.
Nos enseñan una serie de artefactos orgullosamente construidos en Yugoslavia, así como una colección de pines de la misma época. Otra vez, sin darnos ni cuenta, tenemos las manos llenos de ellos. Miro en los ojos de ese hombre, del que no recuerdo el nombre, pero que me produce una ternura infinita. Se le ve curtido por la vida. Sonríe solo al hablar del Barça y definirse a sí mismo como un súper fan. Sus ojos, también infinitamente expresivos, logran transmitirme más que cualquiera de las historias que leí y vi en todos los museos que recorrimos días atrás en Sarajevo. Lo cierto es que su mirada es un túnel de verdad, de su verdad, de su historia.
Siento que le caemos bien, que quiere contarnos algo más, y de repente lo hace. Nos señala su pierna, nos enseña una, luego la otra. Nos dice que hubo bombas, que cayeron bombas en el barrio y que 65 personas fueron heridas. Trata de contarnos cómo le hirieron por todo el cuerpo, cómo tuvieron que operarle. Los cuatro estamos con las lágrimas amenazando con hacer acto de presencia. Y toma el testigo su mujer, para contarnos que a su hermano le mataron con 20 años, y nos señala una foto en la pared. Es inevitable pensar en el sitio de Sarajevo, cuántas familias están rotas como lo está esta.
La conversación se relaja momentáneamente, y Djenana nos dice que su hijo se va a casar, así que le preguntamos. Y la verdad una vez más significa más que las palabras. Su hijo es musulmán, pero en Sarajevo nadie se casa por el rito religioso. Sólo rito civil. Sólo hay rito civil porque para qué crear conflictos como los del pasado y que estalle quién sabe qué guerra.
Al día siguiente, el hombre nos acompaña a tomar el taxi. Nos da un abrazo fuerte y sincero, y nos despedimos de él con una de las experiencias más fuertes que hemos vivido en este país lleno de cicatrices. Pero una vez más, aquí no acaba todo. Llegamos a la estación, sin tener las monedas suficientes para pagarle al taxista. En cuanto sacamos un billete de 50 marcos (25€), nos dice: "Oh, I don't have cash. Next time!" con la mayor de las sonrisas. No doy crédito. Así que recogemos las últimas monedas que tenemos, evitando hacer el simpa, aunque le dejamos a deber algo menos de 50 céntimos de euro (y eso que el viaje costaba poco más de un euro).
En el bus, camino de Mostar, no puedo dejar de pensar en Bosnia. Me ha conquistado, sí. Sus gentes, sus paisajes, su historia... Cada una de las vivencias de todos los supervivientes me ponen los pelos de punta. Conocer a Djenana y su marido ha sido, sin duda, el mayor regalo del viaje. Y deseo con todas mis fuerzas que algún día puedan viajar a Barcelona, puedan ver al Barça, y sobre todo que deje de haber Bosnias y Sirias (solo por mencionar los más conocidos), países que despiertan tantos intereses que no pueden sino ser objetivo de todos. Países donde importa más el trozo de pastel que aquellos que viven en ellos.
Esos momentos llenos de complicidad en ese humilde hogar en las colinas de Sarajevo, va a quedar en nuestra retina para siempre.
ResponderEliminarY en nuestra memoria... Aunque sea difícil describirlo :)
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